lunes, 6 de junio de 2011

LA CIUDAD

Ayer coincidía con un querido amigo en un hecho inquietante. La realidad nos  va haciendo  un poco más misántropos cada día. ¿Por qué no marcharnos? ¿Por qué no apagar la luz? Pero llegamos a una conclusión dolorosa. No sabríamos dónde ir. Nunca saldríamos, de esta villa, porque la llevamos dentro. Y me  vinieron a la memoria los versos melancólicos de Kavafis que traduzco para ti. I poli. La ciudad.
Me marcharé a otra tierra a otro mar me iré;
Ya encontraré una ciudad más hermosa.
Todo lo que aquí intento, está sentenciado y condenado,
Y mi corazón yace como un cadáver.
¿Hasta cuando mi pensamiento se quedará en este marasmo?
Allá donde mis ojos se vuelven, allí donde miro,
Sólo veo negras ruinas de mi vida, aquí, en la ciudad
Donde tantos años gasté, arruiné y perdí.

No encontrarás otras tierras, otros mares no encontrarás.
La ciudad te seguirá siempre.
Las calles que andarás serán las mismas.
Deambularás por los mismos barrios,
Y será esta casa, la casa en la que envejecerás.
Siempre vagabundearás por esta misma ciudad.
No lo sueñes siquiera; para otra, ni camino ni barco tienes.
Porque la vida que has arruinado aquí, en este pequeño y estrecho rincón,
La has perdido en toda la tierra.
                                                        K. P. Kavafis




HERMINIA (ÉTICA Y PINTURA)


Exponer es exponerse. Pero no sólo en el sentido trivial de arriesgarse sino en el de desplegar, ante los ojos de los demás, aquellos reductos del alma que uno tiende a ocultar.
Hace muchos años que Herminia fue enseñándome algunos de esos reductos: sus explicaciones tenían mucho de la inocencia de sus cuadros.  Y yo dije para mí: he aquí un alma virginal cuya modestia crece con la calidad técnica de su pintura y la selección temática de su mirada.
Exponer es volver a exponerse. Se expone porque ya se expuso antes y antes y antes. Y repentinamente aparece su obra desde los inicios, ese momento tan difícil de entender, en que exponerse era entregar un trabajo escolar y recibir una nota, un consejo, una calificación de un profesor que, apreciando lo que es clásico, quiere que el pintor se arriesgue técnicamente y comience su personal interpretación del mundo. Y lleva ya dos meses expuesta en el Instituto Leonés de Cultura, con un gran lujo de espacio para sus cuadros de alma y del alma. “De alma” porque cada pincelada de cualquiera de sus cuadros es una sílaba que ayuda a las demás a componer la historia de su vida. Y “del alma”, porque desde que la conozco, ha sentido por sus cuadros una rara piedad maternal que le ha impedido vender ninguno. (-¿Cómo vender un hijo del alma?)
No pude asistir a la inauguración y ha sido mejor así. Porque he paseado solo las salas donde Herminia se expone, recorriendo hacia atrás la historia de una mirada llena de amor a la vida. He guardado para mí el placer inmediato de ver un alma que despliega pudorosamente ante mis ojos las “sendas perdidas” y los claros calveros del bosque de su vida. Ni un momento de hiperrealismo vano. Ni un gesto indecoroso, ni un escorzo de realismo sucio. Ni un momento de retórica, de grandilocuencia. Ni una sola pose epatante. Se trata de una vida sencilla que miró con ternura y piedad la realidad entorno. Digo esto en un momento en que se da como valor estético “la transgresión”, que es más bien una cuestión ética. La ética de la pintura de Herminia, es sencillamente la estética que decide sobre la forma y no maldice de la armonía como hacen muchos sedicentes transgresores. Diría yo que Herminia tiene cuidada bondad razonable para los objetos de su pintura. Sus retratos y sus autorretratos están lejos del griterío del “compromiso social” para uso de jueces ideólogos, que deciden sobre lo bueno y lo malo, lo que merece o no merece. Quizá por ello Herminia ha sido insensible a la llamada de la fama, horrorizada ante la avidez de los marchantes que tantas veces se erigen en jueces de la calidad, poniendo los ojos en el cuadro y calculando el fajo de billetes que puede haber detrás.
Amigo lector, ahora que se aleja el griterío político y los nuevos se aprestan a sentarse en la poltrona, vete a ver esta hermosa exposición de una vida. Aprovecha la soledad de tu paseo por el Instituto Leonés de Cultura (enhorabuena, por la generosidad para con esta pintora callada) y contempla el alma de Herminia y cuenta cuántas miradas de esas reconoces en tu propia alma. Allí, la pintura sigue siendo mímesis de una realidad que rebota en la zona sacra del hombre. La pintora se contiene a veces justo en el borde de lo abstracto. Ah, pero la realidad visual inmediata sigue siendo tan hermosa que nunca desparece...
Pasará el tiempo… ¿qué digo? Pasaremos. Retacitos de nuestra alma se quedarán prendidos en un cuadro, en un equilibrio de luz que, la pintora que no quiso vender, nos ha regalado con la generosidad de quien ha recibido el don del cielo y atesoró tardes, caminos, amaneceres, objetos sobre los que el amor resbala y la penumbra, rostros que sintieron la mirada amorosa de la artista y nos miran agradecidos, ensayos de color, caminos y horizontes con una luz en el centro o sabiamente descentrada; senderos otoñales, túneles de sentido, superficies de corazones sencillos, de sencillos sentimientos y mirar perplejo.
Diría yo que esta alma no conoce el mal. Diría que esta alma no ha sido ajena a la tortura del pensamiento pero ha sabido ponerlo amablemente en su sitio. Diría yo que  Herminia conserva una inocencia infantil de segundo orden; una inocencia de vuelta: después de echar una mirada sobre el fondo negro de la existencia ha apartado sus ojos y ha puesto sobre el lienzo o el papel, la forma clara de la piedad que alivia el dolor como lo alivia la palabra santa y buena de un amigo. Al fin, venir al mundo, caer en la pesada libertad, es pasear por los bordes del abismo, mirar al fondo y expresar ese mundo en  la belleza de un lenguaje, que opone a la gravedad aplastante de existir, el contrapeso del amor.