sábado, 12 de febrero de 2011

En la muerte de Antonio González Guerrero

 Hace unos años, cuando murió el poeta, me encontré con la terrible novedad de que había sido enterrado cuando yo desconocía su muerte. Andaba yo encerrado y oculto e ignoraba su última y terrible enfermedad y su larga agonía. Entonces escribí esta nota fúnebre que tiene algún  valor ahora, cuando se va a hacer un homenaje a su clara figura.

La muerte redondea la belleza de las almas más bellas y marca el inicio de su eternización porque la belleza quiere eternidad. Muere el amigo, como dice Lucàks, y como un enjambre surgen las preguntas que ya no alcanzarán respuesta de sus labios. Hablábamos de cosas indiferentes y pensábamos: esta noche, mañana, la próxima primavera, hablaremos de todo lo que amamos juntos y lo que constituye el núcleo de nuestro vivir. Pero no hay noche, ni mañana, ni primavera, porque a la tarde murió el mejor y las preguntas sobrevuelan el misterio que ya no se desvelará. Y cuando el amigo es un poeta, entonces se producen derrumbamientos en la zona del tesoro del alma a la que, de vez en cuando, nos permitía asomarnos con temor y temblor. Con temor y temblor, porque, a veces, los tesoros colgaban de abismos sin fondo. Ha muerto Antonio y ha más de un año que tengo a medio escribir la que, de haberla enviado, sería última carta. Ahora, pregunto por mí y por todos los que seguimos de pie: -¿Quién puede dar respuestas? ¿Cómo alcanzar a solas una señal que nos oriente sobre la rosa del destino? ¿Dónde encontrar los pasos noctámbulos hacia un amanecer sin mácula? ¿Ya no habrá más palabras de su boca tocada de divinidad, que nos rediman de la brutalidad del silencio que domina la cháchara cotidiana? ¿Dónde su  voz sosegada, plena de luz y sacralidad? ¿Quién nos dará, hecha ritmo, la verdad que sólo es verdad en la eurritmia? ¿Qué férula encontraremos que señale, en el horizonte ético, sendas de coherencia y fidelidad, de gravedad y melodía, de aire modulado en alma; que señale la dirección del viento del espíritu?
Cada verso suyo que se quiebra, cada escansión, cada signo de puntación y cada juntura silábica eran una delicada advertencia: allí estaba escondido todo lo que su poesía no podía admitir: la mundanidad chata e idiota pero amenazadora; allí estaba la pasión de la cumbre pero también el vértigo del precipicio; allí estaba la bella voluntad  de estilo afirmándose contra la envidia de poetas del día, que todo lo basan en el juego de lenguaje y en una retórica que sugiere profundidades donde no hay soporte humano. Antonio es un alma modelada por la poesía. ¿Alguien tiene finura suficiente para comprenderlo?
Demasiado hombre y demasiada hombría de bien, estalla en sus versos una voluntad de plenitud que sobrecoge en cada tema que trata. Y en cada tema, sobre todo en los temas de erotismo desbordado, late, paradójicamente, la advertencia  severa de la muerte: escucha amigo, un día serás asunto del gusano. Terrible ¿verdad? Ah, pero la melodía del verso es lo que nos permite leerlo una vez y otra y siempre, sin temor a la Dama de los ojos fríos. ¡Y el ritmo! Un día, leyendo sus versos, como mi sentido del ritmo es tan deficitario (nunca aprendí a bailar), conté las sílabas tamborileando tontamente con los dedos sobre la mesa del café, buscando un error de escolar. Y Antonio me dijo sonriendo comprensivo. “Están muy contadas, no te canses”. Ahora me pasaré tiempo tamborileando sus versos y haciendo preguntas a los intersticios del silencio: -¿Dónde estás, amigo? ¿Por qué pie quebrado te has ido con tu clara voz y tu musicalidad evidentes? ¿Dónde, sino en los surcos del campo leonés, voy a encontrar tu “hambredad” de espacios sacros:  trigo y trigo, pan y  Dios, vino y dorada retama? Te dejé solo un buen rato y la voz buena y dulce de Carmen Busmayor me sacó de mi pobre covacha de pensamiento: -El lunes enterramos a Antonio en Corullón al amor susurrado del Burbia. ¡Dios santo! ¿Cuánta orfandad regala una frase tan sencilla como esa? Así, como del rayo maltratado, me vine a casa y me vine a tus libros. En ellos quiero volver a oír el ritmo de las aguas de tu río; ver demoradamente los campos de vides y trigos, los cerezos en flor y las cerezas en sazón; y el pan que es el poema redondo de tus manos santas. En ellos voy a saciar mi necesidad de música para suavizar los terrores nocturnos. En ellos voy a encontrar formas y brillos de tu mirar, emociones ocultas no vividas por nadie más que por tu alma sensible. Voy a casa más solo que la una y son las tres.
Si has vivido un hermoso tiempo de amor y poesía; si pisaste la delicada senda de la ocultación a pesar de premios y vanidades que nunca torcieron tu ritmo; si sufriste en silencio la traición de pretendidos amigos que buscaban a tu sombra un poco de notoriedad; si aguantaste grandilocuencia y vaciedades en forma de elogios idiotas con una sonrisa; si sufriste el olvido y el egoísmo sonoro de mediotontos sedicentes poetas; si fuiste fiel y elogiaste con afecto sincero a poetas de menor cuantía pero de mayor fama y abalorio; si has sido noble y bueno para el que te buscó sinceramente; si amaste a tu hermana Albertina y a tus sobrinos más que a tus versos;  si encontraste la agria luz de los cerezos y el secreto místico de Amalur, esa parte celta del alma de todo buen berciano; si en Malasaña te tropezaste, una tarde, la voz del gozo de Catulo y tomaste de nuevo y siempre la palabra; si viviste tan a fondo el fondo poético de la existencia, sinceramente te digo, ¿sabes? te digo con el verso de Blas de Otero, escrito para ti: si has perdido la voz en la maleza, ¡ay, querido amigo! nos queda tu palabra. Descansa. A quien los dioses aman, le dejan corta vida. Mañana iré con mi esposa a la tierra que estercolas y santificas y te llevaré unas rosas rojas y un triste y serio nomeolvides. 

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