jueves, 24 de marzo de 2011

Algarabía


A las cinco de la mañana cuando cantan los gallos en algunas terrazas de la ciudad y en el horizonte florecen las margaritas del alba como te decía, lector mío curioso, se encienden las mezquitas en un canto unánime, que llama a los creyentes a oración. Algarabía significa "idioma árabe" y de su impenetrabilidad y aparente desorden, de su fonética gutural, los cristianos sacaron la palabra algarabía para designar el desorden lo que no se entiende. Desde la cama escuchas la algarabía del canto, que se mezcla en el aire de la mañana, cuando se desprende de los altos minaretes. Entonces te levantas, miras por la ventana y ves, que un cielo pedregoso y mudo, hace opaca la oración musulmana. "Dios es grande. No hay más Dios que Dios. Venid a orar creyentes". Se alumbran las ventanas de algunas casas y la calle se anima un instante. Es el primer latido de la ciudad que despierta y el primer latido es una oración. La magia del sol que nace, magia de la luz que viene de Oriente. Despertar mágico del día que necesita la voz de Orfeo. La mañana es milagrosa porque nadie tiene asegurado el día. Abres los ojos y te asalta la luz: -Amanece, -piensas, y el mundo sigue ahí. Una pena. El mundo es una gran pena. Amanece. ¿Acaso no es milagroso? Ah, pero nada es lo mismo porque cada mañana  trae su pena y la pena es lo que da el color del mundo. El mundo es del color de la pena, más o menos esplendorosa según sea el amanecer. Pena. Penita. La pena es algarabía. Un desorden que asalta cada mañana al alma y tiñe todos los objetos con el color dulce del hastío. La oración es algarabía, un pequeño desorden lingüístico sin receptor que espera alcanzar respuestas del vacío. ¡Una pena!
 Digo yo como decía la gallega: -Ay, Dios, cuánta tristura sin consolancia ninguna.  ¡Qué bien rezaba la gallega sin pedir nada! 
Digo yo como el inglés, como decía Kierkegaard: -Mi pena es mi castillo. No. Mi pena es la casa en que me refugio. Pero de ninguna manera quiero dar pena. Sólo sufrirla como se sufre una muela que se traspasa con la bebida caliente y con la bebida fría. Miro por la ventana y la luz es a-pena-s un aire antiguo de violín: el aire de un tango en el violín de un ciego que yo escuché en la calle Embajadores cuando era un pobre estudiante en Madrid. Estaba entonces buceando en el origen de la pena. Estaba estudiando. Quien pone conocimiento pone pena. Ahora miro por la ventana. Las luces de las casas se vuelven a apagar. La silueta de las mezquitas se recorta en un azul pálido que parece subir del mar como un aliento sagrado. ("Dios alentando sobre el muñeco de barro") De nuevo la ciudad se sumerje en el silencio y sé que es inútil volver a la cama. La pena se ha desencadenado y será necesario darle cauce hasta que la luz como una bebida muy fría traspase su nervio y se haga insoportable un instante. Luego la pena se estabiliza y la convierte uno en trabajo, en actividad, en dinero. Pero todo ello no son más que variantes de lo mismo. No sé qué impío pudo decir lo de que las penas con pan son menos. El pan, el conocimiento, el trabajo son no otra cosa que penas: algarabía. 
¿Y la esperanza? ¿Cuál esperanza? ¿La que eterniza todas las penas? Qué bien lo decía la canción sin querer: -¡Ay, qué pena me das Esperanza, por Dios, tan bonita pero no eres buena! ¿Y cómo habría de ser buena la esperanza? Los cristianos identifican la esperanza con el infierno. Lo que ocurre es que la niegan en aquel lugar, pero, como todo concepto cristiano, incurre en paradoja pues la desesperación sólo es concebible cuando hay esperanza. Sin ella la desesperación es una palabra sin sentido que no apunta a ninguna realidad. Esperanza es el sentido pleno de la palabra algarabía. Salen los creyentes de las mezquitas. Salen de su pena y se dirigen a su pena, digo a su casa. Tal vez se acuesten un rato hasta las ocho de la mañana. El sueño. Cuando no se puebla de fantasmas fríos, el sueño es el alivio. Ah, las verdades de nuestros sueños nos hacen más felices que las verdades de la vigilia y no son, sin embargo, menos verdaderas. En el sueño se suspende la pena. Tal vez por eso es, a veces, deseable la muerte por su parecido con el sueño.
 ¿Y el amor? Un sueño. El repetido sueño de lo lejano.
Me acostaré yo también para soñar, para soñarte un rato, amada mía lejana. Ya habrá tiempo y día para decir lo que decía el pobre Hernández, más lúcido y apenado, por tanto, que ninguno:  -Tanto penar para morirse uno.

Voy a dormir un rato, pues, voy a soñarte. Voy a arrojar de mí esta algarabía que me trapasa la dentadura. Si no m'espertara. Tengo una cansera...

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