sábado, 30 de julio de 2011

Variaciones sobre una quijada

LA QUIJADA DE UN BURRO
Grueso, colorado, apoplético y filósofo, Onofre detuvo su paseo diario, un instante, para contemplarla, expolio sin duda de perros y aves rapaces. Del prado en que pació plácidamente la paz primaveral, el blanco hueso retenía algunos restos de luz. Un momento, perdió el paseante la noción de tiempo y espacio, como una introducción al grave meditar sobre el paso de las edades. Después abrió su móvil y envió este breve mensaje a un su amigo profesor de metafísica en Salamanca: -¡Cuanta razón tenías, Pandolfo! [1]Y… siguió su paseo.
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            Algún perro la abandonó en la cuneta. Don Deogracias se la encontró a la sombra dorada de un piorno, cuando paseaba por el caminito de los Adiles, mientras leía su breviario. No la miró sino con el rabillo del ojo, pero se estremeció su alma sensible porque sobre el campo, llevada del viento, vio cruzar espantada la sombra de Caín. Y el cura anotó en su agenda: “Se aproxima. He visto la señal de la bestia. 17 de Julio de 1936.”
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Cuando se cercó el Bosque  y se puso guardia de seguridad en la puerta, el señor Fotinós Panémorfos[2] (una colonia griega se había establecido al este del recinto) abrió una tienda de aperos de labranza y pastoreo. Alto y enjuto, ojos de fuego y lengua bífida e irrestañable, sinuoso de ademanes (alguien le aplicó el adjetivo de “reptilíneo”) y maestro en el arte del halago, el señor Panémorfos no tuvo más que dos clientes. No fueron muchas las ventas, pero el tendero resistía con los pagos en especie de un campesino y un pastor. Hasta que un día, además de aperos, decidió vender armas. Al poco tiempo apareció muerto el pastor, y el campesino desapareció misteriosamente y no se supo más de él.
El señor Panémorfos desapareció también de forma enigmática. Unos dicen que se convirtió en serpiente y se fue bajo tierra por un estrecho agujero; otros que se fue cabalgando una nube, sustentado por dos enormes alas de murciélago. Pero yo conozco un Fotinós Panémorfos asesor bélico del Pentágono.
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El juez lo miró con frialdad y el señor fiscal le preguntó con indiferencia:
-¿Reconoce ser de su propiedad el objeto con el que golpeó a su hermano hasta causarle la muerte?
El acusado asintió sin mirar aquel objeto contudente que la policía identificó como arma con la que se perpetró el homicidio.
-Señor, juez: fue un mal viento… Al Este del Bosque[3] crece el desierto y el calor… Luego está el desprecio del padre… ¡Váyase al carajo, señor Juez! -dijo el acusado, mientras miraba distraido las nubes ligeras de la ventana.
-Responda el acusado sólo a lo que se le pregunta. Anótese. El acusado, Caín, reconoce ser suya el arma homicida y a la pena que le quepa como convicto, añádase multa de un talento por desacato.
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El mismo día en que sobrevino la muerte, el alma del poeta sufrió una incurable cojera. Todos los domingos se la veía caminar por el campo con un ramo de rosas rojas. Lo depositaba encima de una piedra, en el centro de un campo chico de velludo verde y allí permanecía sentada hasta el atardecer en que le rezaba, a la primera estrella, una oracioncita breve y azulada.
El Domingo de Resurrección, el poeta encontró la tierra removida. ¿Un perro? ¿Una alimaña? Asomaba un hueso blanco que el poeta tapó amorosamente con una lágrima en los ojos. Recolocó la piedra y depositó las rosas, sacó un cuadernito y escribió: -Mira, Platero, tú que estás paseando, sin duda, a las almas cojitas y desvalidas, por los caminitos del cielo…
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Hacía tiempo que vivía en una caverna. Allí oraba y hacía penitencia. La mañana se la pasaba subiendo una gran piedra hasta la cima de la alta montaña. Por la tarde la bajaba hasta su base. El olor de un onagro que se pudría al sol cerca de la gruta, le defendía de visitas importunas. A la noche se purificaba, comía un poco de cecina y tras una breve oración dormía sobre el suelo de la gruta. El ejercicio y la austera alimentación hacían crecer, paradójicamente, en sus músculos, una fuerza descomunal, de forma que cuando vinieron a por él, cuando la policía tomó el monte, agarró la quijada del asno y mató a mil; los demás huyeron espantados. Él arrojó lejos la quijada se sentó sobre una piedra y estuvo toda la tarde canturreando una extraña canción guerrera. En la mano le quedó largo tiempo el olor de la muerte.  Fue más tarde cuando conoció a Dalila.
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-El campo soleado, la armonía de la luz entre las hojas de los chopos, el murmurio asombrado del arroyo entre zarzas y endrinos… Escriba, Cesidio. Anote. Anótelo todo. La nube en lo alto, sobre la roca blanca y el éxtasis de un cernícalo aleteando en el cielo azul. Un instante calló el juez estremecido. ¿Se ha percatado, se ha dado cuenta de que aquella cresta nevada se parece al arma homicida?
El secretario guardó silencio unos segundos. Un mirlo silbó un brevísimo sobrecogido motete en lo alto de un chopo y la fina brisa de Gredos calló un instante.
-¡Es cierto!
-No parece este el escenario de un crimen ¿verdad Cesidio?
-El secretario se rascó el cogote: -No, señoría, no lo parece.
-¿Se ha dado cuenta, el señor secretario, de que, el arma homicida con que se perpetró, tiene grabado un número de serie?
El secretario miró la bolsa de plástico turbio en la que el juez había metido la quijada de un asno. Guardó largo silencio y aventuró tímidamente:
-¿El número de la bestia?
El juez se quitó las gafas y miró en derredor espeluznado. –Cesidio, vaya y dígale a los civiles que ya puede alzarse el cadáver para la preceptiva autopsia.
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            Vinieron las autoridades y, cuando todo estuvo dispuesto, le hicieron descender del furgón, cortaron la cinta y después de colocarle un collar de flores al cuello lo dejaron irse mientras el gobernador improvisó un hermoso discurso sobre la felicidad de la libertad idílica de la Naturaleza y el obispo bendijo los campos en los que pastaría feliz el último de su especie. Siempre es una gran pérdida la pérdida de una especie. El Gobernador, al final del acto, aseguró que había dado orden para que los artilleros no volvieran a hacer prácticas de tiro en aquel lugar y había mandado a los artificieros limpiar los campos de granadas y obuses que no hubieran explosionado (aunque son muy minuciosos ya se sabe que en el campo quedan artefactos explosivos) para que el burro pudiera vivir feliz aunque solo, los años que Dios le diera. Durante algunos días, los vecinos escucharon rebuznos que se antojaban lastimeros o felices, según fuera el grado de optimismo o pesimismo de los que los escuchaban. Pronto los rebuznos resultaron molestos, sobre todo por la noche cuando los vecinos querían conciliar el sueño. Hubo protestas. Habían dejado de oírse disparos de artillería pero la artillería se escuchaba solo los días de prácticas de tiro en tanto que los rebuznos se escuchaban día y noche.
Una noche los vecinos escucharon la detonación de una granada. Después y para siempre sólo quedó el silencio. Doscientos años después, unos niños excursionistas encontraron un hueso extraño y se lo llevaron a su profesor de biología.
-Parece la quijada de un equino, extinguido hace muchos años.


[1] Se refiere al poemita de Machado: ¡Oh, calavera! / Y pensar que todo era/ dentro de ti, calavera.
[2] Fotinós Panémorfos “el que ilumina con luz bella”
[3] Propiamente Parádisos se debe traducir por "bosque donde viven y se cuidan animales".

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