Ah, Khadija ¿Qué dice?
Está en cuclillas, apoyada la espalda contra la pared. Tiene un turbante amarillo y una chil'laba a listas marrones y blancas, raída y llena de mugre. Las babuchas destrozadas. A su lado descansa un cayado con la punta ferrada. -Al'lah subjana gua taala. Es la hora ambigua del crepúsculo. Sobre una de sus rodillas se abre el cuenco de una mano. La otra, nudosa y desvalida también, se extiende paralela al muslo y parece acompañar rítmicamente la voz que sale, siempre idéntica, de una boca perdida en la maleza de una barba entrecana: -Al'lah subjana gua taala. Me esfuerzo por verle el lugar de los ojos y, como si supiera que le miro, levanta la cabeza y la vuelve hacia mí mientras recita de nuevo: -Al'lah subjana gua taala. Tiene el rostro borroso como todos los ciegos, como quien concentra todos sus sentidos en la orientación espacial, cuando se apagó la luz, y tantea buscando una candela en alguna parte de la habitación. Al'lah está en lo alto. Quien entra en una medina debe tener todos los sentidos atentos a la sorpresa. Puede cerrar los ojos pero sabe por el olfato que pasa al lado de una carnicería, al lado de un almacén de especias, junto la tienda de la menta fresca y el ajenjo, junto a la tienda del brujo que tiene una cabeza de chivo disecada y lagartos disecados y toda clase de piedrastalismanes y perfumes y preparados para todos los males que caen sobre los hombres, desde la impotencia hasta el furor uterino, desde el mal de amores a la pelagra. Una Medina, una ciudad moruna tiene la estructura del laberinto, una estructura en abismo. La sorpresa de este día fueron la voz y estampa del ciego. Al'lah subjana gua taala. Kjadija, dime:
-¿Está rezando o está pidiendo?
-Alaba a Dios y los creyentes le dan limosna. Dice que Dios está en lo alto.
Khadija es bereber y no sé sidomina bien el árabe. No importa.
Khadija es bereber y no sé sidomina bien el árabe. No importa.
Me he quedado fascinado, y mi fascinación le ha hecho, tal vez, levantar la cabeza y volver el rostro a donde yo me encontraba. Pero no era un rostro suplicante. No era una cara interrogativa. El ciego parecía entender que ante él había alguien que no era ninguno de los viandantes que pasan indiferentes a su plegaria o dejan una moneda en el hueco infinito de su mano. Y hube de bajar la mirada confundido como quien ha sido sorprendido en delito de indiscreción. Y cuando dejé una moneda en su mano la voz volvió a gemir prolongando el alif inicial: "-Aaaaal'lah subjana gua taala. Y me alejé haciendo rápidamente un cálculo. Cuatro veces por minuto. Doscientas cuarenta veces por hora. Dos mil cuatrocientas veces durante diez horas. Y mientras se marcha a tientas por el laberinto de las callejas hacia alguna habitación miserable, todavía repite el estribillo. ¡Qué abismo" ¡Dios mío! ¿En qué inteligencia divina puedo caber la idea de cegar a un hombre para que confiese su divina soledad? ¿Cuánto puede llegar a ser su desamparo para que un hombre pueda repetir ese credo cuarenta y cuatro millones de veces a lo largo de una vida de cincuenta o cincuenta y un años? Ni el pájaro, ni el viento, ni la lluvia, ni el mar, repiten nunca la misma tonada. Sólo el ciego sobrevive y se identifica en el canto.
Sobrevivir. Mientras entro en la calle de los Cónsules en busca de una tienda de alfombras de un tipo del Atlas, llevo en los ojos la "mirada" del ciego y en el alma un bullicio de ideas confusas. Sobrevivir. Sobrevivir. ¡Como sea! Arrastrando el vientre como un gusano. Retorcido en un camastro lleno de piojos bajo la escalera miserable de una pensión en el corazón de la Medina. Sobrevivir en la voz de un poeta, en los ojos y en la genética de un hijo, en la mirada de la esposa amada. Sobrevivir gritando una verdad, una fe. Porque sobrevivir es permanecer en alguien y para alguien. Sobrevivir es colocarme ante otra intimidad que supongo igual a la mía y llegar al misterioso convenio de que una existe por la otra. Sobrevivir es el acto positivo de ser poeta.
El instinto de este ciego es certero. Se ha colocado ante el vacío y llama insistentemente y el vacío le repite, transformado, el eco de su propia voz que él cree ser la voz de un Dios. Este mendigo es un poeta. Y la moneda y los pasos de la gente, y ese extranjero que se ha quedado ante él, le certifican que no está sólo porque oye las voces del abismo en el que todos nos encontramos colgados. Y todos los poetas son mendigos. El poeta es un ser que se sostiene ante el abismo agarrado a unas miserables raicillas, a unas palabritas que, retumbando en el vacío, le hacen creer que el abismo está lleno de intimidades como la suya.
-Kjadija, ¿por qué repite siempre lo mismo?
-Los cristianos también repiten lo mismo cuando rezan.
-Es verdad. Pero los poetas no pueden creer en Al'lah y tienen una oración sin destino, hago esta reflexión aparentemente incoherente en voz alta, pero Khadija está con su hermana mirando unos bolsos de cuero expuestos en la puerta de una tienda. Los poetas son como ese mendigo que espera una caridad: la monedita del reconocimiento. Horror. Algunos poetas-mendigos, como este ciego, esperan, a veces, la moneda del Poder en pago a los "servicios prestados" en esa mísera mancebía que el poder llama cultura oficial.
Señor, si es posible aparta de mí ese poeta...
ResponderEliminarpero que no se haga mi voluntad, sino la tuya...