jueves, 3 de noviembre de 2011

Las tres sombras

Si Garcilaso volviera,
yo sería su escudero;
que buen caballero era.
Alberti
Yo también sería su escudero, si como tal me aceptara. Junto a él desde un cigarral, vería correr las aguas del Tajo y las vería sosegarse y detenerse en un remanso. Entonces, para ver lo que él veía, cerraría los ojos para mirar en el fondo de las aguas de mi alma, las ninfas que el veía salir de las aguas del río. Las vería sentarse alegres en un verde prado y oiría con ellas el susurro de las abejas y de las aguas. ¡Qué buen caballero era! ¡García Lasso de la Vega! Hijo de un contino, un hombre que vivía de “continuo” en la corte de los Reyes Católicos.
Como él, sería alborotador y desterrado en mi juventud aunque no tan desterrado como ahora sin él, preso y forzado y solo en tierra extraña; Garcilaso de la Vega, qué buen caballero era… aquel claro caballero de rocío. Como él, enamorado y triste y poeta sería en los pocos ratos que me dejara libre la atención a sus armas y a su defensa.
Ojalá hubiera yo estado en el fuerte de Le Muy, bajo la torre que quiso asaltar solo, sin casco ni rodela, para recoger su cuerpo malherido entre las piedras con que lo derribaron, y a la cabecera de su lecho de muerte en Niza. Allí podría haber escuchado sus últimas palabras, quizá para doña Elena su mujer o quizá para Isabel, la mujer que no lo quiso y se casó con El Gordo… aquel don Antonio de Fonseca, el zamorano.
Ya todo mi ser se ha vuelto en dolor
y ansí para siempre ha de turar,
pues la muerte no viene a quien es vivo;
en tanto mal, turar es el mayor,
y el mayor bien que tengo es el llorar:
¡Cuál será el mal do el bien es el que digo!
En el soneto 40,  estos versos contienen toda la malenconía de su vida. No es que su ser le duela sino que se ha convertido en dolor, ES dolor. Un dolor muy fuerte no puede durar, pero en Garcilaso el dolor es el oxímoron del dolor ese que tura o dura, pero hace vivir y niega la muerte: el dolor de amar sin ser amado. El dolor de querer morir y tener que turar en él porque aun el alivio último de la muerte se nos niega. Y en un vivir, donde el mayor bien es el llanto ¿cuál será el mal?

Decía que tal vez las últimas palabras en su lecho de muerte fueran para su mujer. Y digo esto porque me cuesta creer (la leo y no lo creo) que en toda su poesía no encuentre un solo verso para esa triste mujer y solitaria que fue doña Elena. Se me dirá que el matrimonio de entonces no incluía necesariamente el amor, pero Garcilaso tuvo cinco hijos con ella… y no puedo creer que el sexo, en un hombre tan sensible, no llevara consigo las mil formas del precioso erotismo: la caricia amorosa, la palabra de dulce intimidad, la ternura y el beso en los ojos que se cierran, el susurro delicado en el oído, el roce suave de su barba pelirroja sobre el rubor de la mejilla, etc.
Doña Elena de Zúñiga la esposa solitaria de este caballero hizo traer sus restos a Toledo para enterrarlos en la Iglesia de San Pedro Mártir. No creo que doña Elena lo hiciera como un deber sino porque ella estuvo también enamorada de su esposo y, quizá, porque supo siempre que doña Isabel o Elisa, la bella portuguesa de la que se decía enamorado como un trovador más, no era más que una fantasía, un sueño ideal de ella misma. Me gusta creer que canta a doña Elisa pero piensa en doña Elena a quien por pudor no nombra. De ambas estuvo lejos toda su vida. A Elisa se la llevó la muerte de sobreparto y la muerte pone la distancia que estaba ya en la poesía. Doña Elena sobrevivió a su marido y vio cómo su fama crecía y leyendo sus versos, quizá pensaba que, como en los poetas del trovar clus, ella era el secreto que se escondía tras el nombre de Elisa.
Amigo, te copio este soneto, nomás porque veas como se expresa un corazón herido. No sé si el soneto esta pensado en recuerdo de su primer amor, el de doña Guiomar de la que tuvo un hijo y con la que mantuvo una profunda relación íntima (el primer amor siempre deja fuerte nostalgia) o fue el fingido amor de doña Isabel con quien no debió de tener ninguna relación más allá de lo honestamente permitido. Sólo quiero que repares en el milagro del lenguaje del amor que Garcilaso descubre para todos.

SONETO XXXVIII
Estoy contino en lágrimas bañado,
rompiendo siempre el aire con sospiros,
y más me duele el no osar deciros
que he llegado por vos a tal estado;
que viéndome do estoy y en lo que he andado
por el camino estrecho de seguiros,
si me quiero tornar para hüiros,
desmayo, viendo atrás lo que he dejado;
y si quiero subir a la alta cumbre,
a cada paso espántanme en la vía
ejemplos tristes de los que han caído;
sobre todo, me falta ya la lumbre
de la esperanza, con que andar solía
por la oscura región de vuestro olvido.

El Brocense se lo atribuye a Garcilasso y Sánchez de las Brozas que era un hombre muy culto, no se equivoca, porque el soneto tiene todo el aliento del poeta. Si lo hubiera escrito algún otro, yo diría, contra toda razón, que había plagiado a nuestro caballero. En esta entrada sólo quiero hacerte, amigo, reparar en los tres últimos versos del soneto:

sobre todo, me falta ya la lumbre
de la esperanza, con que andar solía
por la oscura región de vuestro olvido.

¡Garcilasso, sombra caminante en la región del olvido! En el infierno mitológico griego, los muertos no sufrían, se convertían en sombras en las que la memoria se apagaba y con ella el dolor. (Quizá reflexionaron sobre esa enfermedad que, como tal, se descubre en el siglo XX por Altzeimer, el profesor de la universidad de Breslau.) Esa sombra que como Orfeo busca su Euridice, ya sin esperanza, sin la llama del amor que calienta y alumbra en la oscura región… ese poeta sin esperanza… Sí, yo sería su escudero si él me admitiera. Y yo también,  me espantaría, me maravillaría, me asombraría, que eso quiere decir espantarse, viéndolo caer de aquella cumbre, la alta torre, el alto amor, el alto honor, pero le seguiría sin antorcha, a tientas, por la oscura región del olvido. Ese lugar donde la muerte, sin la memoria del amor, toma el carácter de irrevocable. Y seríamos tres sombras.

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