jueves, 3 de noviembre de 2011

Paisajes de Azaña

Tengo ante mí un precioso texto de Azaña. Pocos prosistas seducen como este escritor sino Ortega o Marañón. Adoro ese período corto casi de sabor azoriniano, por la urgencia de las anotaciones y largo cuando quiere explayar su pensamiento; adoro esa sutileza de  la reflexión y esa agudeza para ver más allá de lo que los labios de un interlocutor dicen. Pero sobre todo, me emociona su palpitar acelerado ante la Naturaleza y su minuciosa descripción aún cuando las preocupaciones de los días aciagos del 37 en Valencia vayan quemando algunas, muy pocas, esperanzas que le quedaban de que el curso de la guerra se reorientase y las potencias aliadas echaran una mano a la República (esperanza inútil esta, contemplada ahora en su perspectiva histórica.) Nadie puede arrebatarle esa riqueza de emociones nacidas en la contemplación y es muy melancólico pensar que nunca volverá a vivirlas en el terreno; que nunca volverá a Madrid, sino que morirá en Francia, huido, cuando, sobre el suelo galo, se escuchan cerrojos de fusiles y resuena ya el taconazo de la botas nazis. Son las dos de la mañana y nos hermana el insomnio, pero te copio, amigo mío,  el texto descriptivo de un paisaje madrileño que Azaña ve entre el recuerdo y la ensoñación:

Anoche me he desvelado extraordinariamente. La vida sedentaria me destruye. Entre otras cosas, me priva del sueño normal. Los ejercicios violentos me están vedados. El desquite era andar. En Madrid me las arreglaba para hacer caminatas de diez o doce kilómetros, en busca de un cansancio sano, restaurador. Aquí no es posible. Entre la sofoquina canicular, que nos obliga a cobijarnos en lo más fresco de la casa, y la falta del campo apropiado a mis gustos, me paso las semanas en inacción corporal. Todo está cultivado y poblado en estos alrededores; las carreteras, intransitables, por exceso de tráfico. El caso de Madrid es singular para una capital. A los quince minutos de salir de casa, puede uno emboscarse en un monte solitario, disolverse en el natural no corregido por nadie. Sin hablar de la calidad del paisaje. Aquellos lugares infunden en el ánimo el tónico acendrado de su hermosura. Profunda, sin ostentación imponente. Solemne. Por vía de la cual aprendí a evadirme de lo cotidiano y a restaurar en su nuda vetustez las cosas, como siempre fueron, antes de la mecánica, del turismo, de los deportes. Los riscos que señorean el Hoyo de Manzanares, abren un balcón en el valle de Cerceda, delante de la Maliciosa y la Pedriza. Un navazo alfombrado de yerbas olorosas: el horizonte desde Gredos al Ocejón: Navachescas. Espesar de las encinas antiguas. Gamos en libertad. Suavidad incógnita del valle del Manzanares. Y aquel altozano, más allá del Alpedrete, de cara al circo de Siete Picos y Cabeza de Hierro, brillante como acero, húmedo de nieves derretidas, de chorros que se despeñan. Más lejos, la majestad del pinar de Balsain. Y los ocasos en Cueva Valiente, teñidos de rojo, de malva, los celajes sobre la tierra segoviana. Apropiándome por la emoción tales lugares, he sido más fabulosamente rico que todos los potentados del mundo. Por aquí no hay nada comparable.

1 comentario:

  1. A mí también me emociona la prosa de Azaña y su realidad. Gracias por la reflexión

    ResponderEliminar