¡Buen pescado! Brillante, recién salido de las aulas submarinas. ¡Villaviciosa!
La pescadería es nueva, amplia, aireada, y el color blanco de sus paredes habla de aseo y pulcritud.
Unos sillones de mimbre y un pequeño velador con un ramo de flores, por si los
clientes tienen que esperar, pone en el aire una gracia inesperada: ¡Nada de ese molesto olor a pescado viejo de
algunas tiendas y supermercados! El pescado no es abundante, pero vino esta mañana de la rula de Llastres y, en la plata de los bocartes, permanece la luna de anoche y el balanceo de la barca. La pescadera es una mujer joven, hermosa y dinámica, de mirada muy
viva y con una sonrisa permanente en la boca. Calza botas de goma, viste una blanca bata de enfermera y, sobre ella un mandil de plástico azul.
Hay en el local dos clientes, un matrimonio de mediana edad
que observa las distintas cajas de pescado y yo que me he quedado prendido en los trasparencia de los ojos de un chicharro. La mujer se decide y pide un
abadejo.
—'Ta muy frescu! —Dice la pescadera, -¿Cómu quier que lo
prepare?
—Na' más limpialu la escama y la tripa.
El marido pasea por la sala con la sonrisa, calco de la sonrisa de la pescadera.
—¿No i corta la cola? –pregunta la clienta.
—No, fía. Corto i la cola y luego non tien por onde
agarralu.
Cuando ha dicho esto, la pescadera se concentra en rascar la piel del pescado y sus
mejillas enrojecen. No levanta los ojos. La clienta sonríe forzadamente y el marido ríe gruesa y abiertamente.
Yo miro con intensidad al chicharro que me observa con atención y juraría
que el pez, que escuchaba en silencio, dio un silbidito, un coletazo y me guiñó el ojo.
Entonces, casi seguro, era una chicharra!
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