miércoles, 6 de febrero de 2013

Desde la columna



En León hay un escritor y todo lo demás es cuento y escritores de cuentos.
Un escritor no es quien escribe una novela de seiscientas páginas -¡qué horror, déjese ese menester a la bobona de la Rowling!- sino quien ajusta la voz y la propiedad del lenguaje a cualquier tema que trate. El que tiene un límite de cuatrocientas o quinientas palabras y es capaz de crear con ellas, la plenitud intelectual, ética y estética en la cabeza y la vida de un lector desprovisto de malicia o maliciado hasta el mediastino. En León hay un escritor y los demás son aprendices de escribanía para el vaciado espiritual, que se viene apoderando de los lectores. Porque un escritor no lo es, hasta que consigue establecer una comunicación precisa y llena de complicidad con su lector, de suerte que el lector asiente sin entablar discusión cuando el asunto que lee es claro y distinto: cartesiano. Un escritor es quien escribe con esa voluntad de contagio que, como la gripe, invade al lector y le hace asentir con un fuerte estornudo:-¡Coño, es verdad lo que dice este tío!

En León hay un escritor lo mismo que hay una catedral y una calle Ordoño, lo mismo que hay un barrio Húmedo y un edificio Botines. Cuando la calle se llena de humor, es ese escritor el que ha soplado en la entrada de la misma; cuando Botines se disuelve en ironía modernosa, hablando de princesas o de piezas de tejido, cuando parece burlarse de la boca abierta de los turistas, es el escritor el que sonríe o ríe a pleno pulmón, como si mirara desde lo alto de la casa de las hadas de Gaudí. Cuando el bullicio natural del Barrio Húmedo trasciende por encima de los tejados y, de tasca en tasca, los grupos se vuelven dóciles consumidores de tintorro y patatas bravas, el escritor no anda lejos, mezclado en las conversaciones banales o llenas de filosofía recostrada y cínica, porque esa gente que bebe está muy cerca de su pensamiento: primum bibere deinde philosophare. Y dice en un semi-bable astur leonés: -No seas tontín, la verdad está depositada en el fondo de la copina de orujo. Cuando la catedral contempla inmóvil a los visitantes transidos de piedad o de blasfemia porque todo va mal, cuando los tormentos de la puerta oeste amenazan a los parados, es el escritor quien parece impasible y quien ríe de la creencias en castigos de ultratumba, porque el castigo ya se sabe que son los demás. Y entonces dice con seriedad orteguiana: yo soy yo y todo lo que me castiga. Lo sé porque el poder anda a mi lado haciendo muecas, pero tú, amigo en la desdicha, no tengas miedo que todo se arreglará.

Y, en fin, ese escritor siente entre bromas y risas la piedad casi paternal y la compasión del maestro por la tontería humana y la cabeza de hueso pétreo. Sólo en él, sólo en su lectura, el leonés encuentra un poco de consuelo ante el frío febrero que empieza y la adusta primavera de la crisis que amenaza. ¡Ese es el escritor de León, y lo demás, es gente que elucubra sobre la ciudad como fuente de inspiración, pero desde lejos!

El escritor puede permanecer muchos años subido en su columna. Tiene un fino oído para la anécdota, un seguro gusto por la frase redonda o llena de aristas, y un claro paladar para la imagen plena de alusividad: -Bobín. No hombre, lo que quiero decirte… Porque desde la altura de una columna se puede ver… Dios mío, y con qué precisión, el provincianismo intelectual y la mezquindad de la política del que se arrima y pide hueco; las sandez de una costumbre inveterada y la riqueza de un dicho fijo, como un refrán; la seriedad del listo que pretende, la del tonto que se sube a la parra y la del ganapán metido en la alcaldía, la diputación o el partido; la del pícaro del patio de Monipodio y la del hombre honesto que pasea por la ciudad su gesto de melancolía. Desde allí, desde la columna, escucha, con los ojos chispeando de tinto y risa, la voz campanuda del politicastro, la pretenciosa del escritorcete que pretende, la del poeta que calla o habla en voz bajita… etc. etc. Y eso, sin dejar de percibir el rancio olor a morcilla de algunas calles y viviendas, la cochiquera de los intereses miserables de los que se apuntan a la subvención, la inocencia de formas hermosas de convivencia perdidas. A veces, con ira de caballero, rompe la lanza en defensa del que padece y se ve desposeído de su trabajo, de su medio de vida. A veces rompe la lanza en las costillas del ladrón, del empresario avariento de mirada torva y uñas largas. Y todo ello, en un idioma de sorpresa y de pirueta metafórica deslumbrante. Ese es el escritor y los demás, diestros pulsadores de un teclado. Si quieres un nombre te diré que por él compro el Diario. Ah, eso. Un escritor es el que desde una columnita de nada, pero diaria, es capaz de vender entera, una tirada de periódico. Bendito sea ese tío de la gorra y de la risa de gorra desgarrada que da todos los días su cornada, justo en la ingle del idiota y en el corazón amable de los que saben leer y leen. Amén.

¿Hay otros escritores? Sí, sí. Somos muchos… pero escritores escritores, uno. No te canses y empieza a leer el Diario por donde se debe: por el final. Y si no ves más páginas pues no pasa nada. Se llama Pedro y lo encontrarás fácilmente. Yo le digo Pedro el estilita  pero es un estilista en toda regla.

1 comentario:

  1. Si yo fuese un Pedro, escribiría un “Desde la columna” dedicado a un estilita llamado Venancio.
    Abracísimos.

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