domingo, 30 de junio de 2013

Educación como represión y amansamiento

Has leído lleno de emoción a Juan de la Cruz, el medio fraile gordito que todo lo reformó y se trajo, desde la antesala de audiencias del cielo, toda la sabiduría amorosa que acumuló la historia de la cultura occidental.
Has seguido atentamente el equívoco de sus símbolos plenos de erotismo que acababa de dejar, en su almita sensible, la concepción de la vida del Amor Cortés, y que él supo injertar en la pureza y sencillez de la canción popular.
Sonreíste ante el precioso sintagma "la cena que recrea y enamora", la delicadísima argucia del último escalón que media entre el restaurante y la cama, actualmente carcomido por el cinismo vulgar, y continuaste sonriendo con el símbolo de la "bodega": "En la interior bodega de mi amado bebí" hasta la pérdida del sentido, hasta el "no saber lo que se hace" de la falsa conciencia actual.
Todo te parecía sacado de un imposible erotismo angélico.
Luego has vuelto en ti y has mirado con ojos reales modelados por la historia del erotismo cínico, la carnalidad de unos senos, de un cuerpo desnudo de mujer, y has sentido, a tu espalda, la sombra enorme de King-Kon.
Entonces te das cuenta de un hecho pedagógico: educar es amansar y reprimir ese animal; educar es trabajo de domador que se ejercita, que se ensaya como lo hacía Montaigne, pero con la sonrisa melancólica de quien sabe que el animal es enorme y que la domesticación es la aceptación de una vida "como sí" porque, a medida que pasan los años, se ve con claridad que la sombra de King-Kong no cambia.
Hernández sintetiza ese movimiento educativo de despliegue y repliegue del animal en un bello soneto de El rayo que no cesa:
Me tiraste un limón, y tan amargo,
con una mano cálida y tan pura,
que no menoscabó su arquitectura
y sentí su amargura sin embargo.
Con el golpe amarillo, de un letargo
dulce pasó a una ardiente calentura
mi sangre, que sintió la mordedura
de una punta de seno duro y largo.
Pero al mirarte y verte la sonrisa
que te produjo el limonado hecho,
a mi voraz malicia tan ajena,
se me durmió la sangre en la camisa,
y se volvió el poroso y áureo pecho
una picuda y deslumbrante pena.


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