Es curioso cómo algunas ideas conservan su vigencia a pesar de los años en que se pensaron. Esta entrada fue escrita hace diez años. La he vuelto a leer y sigue siendo válida para este septiembre vacilante que nos amenaza con un otoño húmedo y dorado.
‑Un poco más. Apura un poco más. Todo va a cambiar. La fortuna está a punto de sonreírte, mi querido Vladimir‑. Con regularidad de pleamar esta idea nos mantiene cada día en vilo. ¿Hemos sido elegidos, precisamente nosotros por esa mujercita encantadora? Nuestra vanidad nos dice: ‑¿Por qué no? Gente de mucha menos valía se encumbró con más facilidad. ¿Por qué no yo? Y apuramos los últimos días de las vacaciones estivales con fruición esperando que el milagro se realice. Llega, pasito, Septiembre. Palidecen ligeramente los árboles y se acortan los días y se llenan de placidez áurea. Los escolares preparan su cabás. Duran días soleados, blandos días prologales del Otoño. La ciudad se llena de rostros de bronce, escotes exageradamente morenos, monedas romanas bruñidas que dilatan unos días más la ilusión de una playa que, si tiene algún encanto, éste procede de fuerza idelizadora de nuestro recuerdo. A cientos de kilómetros de la costa se tambalea nuestra ilusión. Hemos sido elegidos sin duda, pero la confirmación de esa elección se demora porque, de forma secreta, la realidad conspira contra nosotros. Es una confianza ya tan leve, que estamos a punto de reírnos con con el mismo sentimiento de ridículo con que consultamos el horóscopo donde un acontecimiento inesperado, una nueva relación, una disposición que requiere talento ‑algo que a nosotros nos sobra‑ cambiará de forma decisiva nuestra vida. Pero no hay milagro y hemos de volver al trabajo, a la rutina con una pequeña decepción más, que se suma a los miles de decepciones que, de alguna manera, constituyen nuestra vida. Al principio con desgana pero luego cada vez con más brío, tomamos de nuevo nuestra profesión y colocamos en la puerta de su jardín un ángel con la espada ardiente. Aquí acabaron ilusiones y dolores. Vagamente entendemos que la esperanza que pusimos en el verano contenía algo de la esperanza de nuestra adolescencia y recordamos nuestro joven cuerpo de entonces como lo que era: una garantía de triunfo inmediato. Pero, ay, no hay triunfo para nosotros. Puede que mejore un poco nuestra situación, puede que mejore nuestro puesto de trabajo, puede que nuestros bolsillos se llenen con rapidez pero no era ese el triunfo que deseábamos. Todos los días la vida nos engaña con su copa: ‑Bebe un poco más. Bebe. Emborráchate de sueños un ratito más, desgra ciado... Sueño eres y en sueño te convertirás.
En nuestra oficina hay varios compañeros que se han reincorporado al trabajo con la misma actitud que nosotros. Si nos acercáramos a cada uno para decirle que nos agrada su aire feliz, veríamos que la boba mayoría miraría vagamente al infinito y diría: ‑Sí, soy feliz en efecto, no me puedo quejar. Algunos, más conscientes, sonreirían con cierta tristeza: ‑Si yo les contara‑. Algún otro nos contemplaría con estupor: ‑¿Alguien puede creerse la patraña de la felicidad? El más inteligente, ese hombre de mirada pensativa, cuyo gesto está entre la sonrisa complaciente, ‑quizá escéptica, quizá triste‑, puede que se encolerizase con nosotros: ‑¿Feliz, dices? ¿Es que me tomas por un estúpido?
Las vacaciones son el metro de la brutalidad de nuestro trabajo. Necesitamos vacaciones porque nuestra actividad se ha desnaturalizado. Queremos huir del feo enemigo emboscado en acecho, pero en lugar de dar alimento a una interioridad que se agota, necesitamos loquear y hacer tonterías durante un mes, porque durante once meses hemos adquirido ese derecho. Cambiamos una actividad idiota por otra desbordada pero idiota también. Queremos ser jóvenes de nuevo y apuntalamos un cuerpo que argalla por todas partes. Ignoramos la muerte cuando miramos a las jovencitas con la misma vanidad con que la zorra miraba las uvas. Acaban las vacaciones. La felicidad esperada es el sueño que se muere en algún rincón oscuro de nuestra alma. ¿Sí? Pues pongamos en su puerta un ángel que le impida resucitar porque nada hay tan engañoso y pertinaz como ese sueño.
Septiembre. Estos días en que el verano se debilita, podrían ser el momento de nuestro examen¡ Rendir cuentas a la vida, nosotros, estudiantes siempre rezagados! Pero lo aplazamos indefinidamente. Amparados en la rutina del trabajo, dedicaremos once meses a no‑pensar. Luego, planearemos las mismas vacaciones. Y es que en el joyero de Pandora de nuestro corazón conservamos el virus que infecta toda nuestra vida. La esperanza.
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