domingo, 4 de septiembre de 2011

El fin de los sueños.


        Es curioso cómo algunas ideas conservan su vigencia a pesar de los años en que se pensaron. Esta entrada fue escrita hace diez años. La he vuelto a leer y sigue siendo válida para este septiembre vacilante que nos amenaza con un otoño húmedo y dorado.                                     

      ‑Un poco más. Apura un poco más. Todo va a cambiar. La  fortuna está a punto de sonreírte, mi querido Vladimir‑. Con regularidad de pleamar esta idea nos mantiene cada día en vilo.  ¿Hemos sido elegidos, precisamente nosotros por esa mujercita  encantadora? Nuestra vanidad nos dice: ‑¿Por qué no? Gente de  mucha menos valía se encumbró con más facilidad. ¿Por qué no yo?  Y apuramos los últimos días de las vacaciones estivales con fruición esperando que el milagro se realice. Llega, pasito, Septiem­bre. Palidecen ligeramente los árboles y se acortan los días y se  llenan de placidez áurea. Los escolares preparan su cabás. Duran  días soleados, blandos días prologales del Otoño. La ciudad se  llena de rostros de bronce, escotes exageradamente morenos, mone­das romanas bruñidas que dilatan unos días más la ilusión de una  playa que, si tiene algún encanto, éste procede de fuerza idelizadora de nuestro recuerdo. A cientos de kilómetros de la costa  se tambalea nuestra ilusión. Hemos sido elegidos sin duda, pero la  confirmación de esa elección se demora porque, de forma secreta,  la realidad conspira contra nosotros. Es una confianza ya tan  leve, que estamos a punto de reírnos con con el mismo sentimiento de ridículo con que consultamos el horóscopo donde un aconteci­miento inesperado, una nueva relación, una disposición que re­quiere talento ‑algo que a nosotros nos sobra‑ cambiará de forma  decisiva nuestra vida. Pero no hay milagro y hemos de volver al  trabajo, a la rutina con una pequeña decepción más, que se suma  a los miles de decepciones que, de alguna manera, constituyen  nuestra vida. Al principio con desgana pero luego cada vez con  más brío, tomamos de nuevo nuestra profesión y colocamos en la  puerta de su jardín un ángel con la espada ardiente. Aquí acabaron ilusiones y dolores. Vagamente entendemos que la esperanza  que pusimos en el verano contenía algo de la esperanza de nuestra  adolescencia y recordamos nuestro joven cuerpo de entonces como lo que era: una garantía de triunfo inmediato. Pero, ay, no hay  triunfo para nosotros. Puede que mejore un poco nuestra situación,  puede que mejore nuestro puesto de trabajo, puede que nuestros  bolsillos se llenen con rapidez pero no era ese el triunfo que  deseábamos. Todos los días la vida nos engaña con su copa: ‑Bebe  un poco más. Bebe. Emborráchate de sueños un ratito más, desgra­ ciado... Sueño eres y en sueño te convertirás.

     En nuestra oficina hay varios compañeros que se han reincor­porado al trabajo con la misma actitud que nosotros. Si nos acer­cáramos a cada uno para decirle que nos agrada su aire feliz, ve­ríamos que la boba mayoría miraría vagamente al infinito y diría:  ‑Sí, soy feliz en efecto, no me puedo quejar. Algunos, más conscientes, sonreirían con cierta tristeza: ‑Si yo les contara‑.  Algún otro nos contemplaría con estupor: ‑¿Alguien puede creerse la patraña de la felicidad?  El más inteligente, ese hombre de  mirada pensativa, cuyo gesto está entre la sonrisa complaciente, ‑quizá escéptica, quizá triste‑, puede que se encolerizase con  nosotros: ‑¿Feliz, dices? ¿Es que me tomas por un estúpido?

     Las vacaciones son el metro de la brutalidad de nuestro trabajo. Necesitamos vacaciones porque nuestra actividad se ha desnaturalizado. Queremos huir del feo enemigo emboscado en acecho,  pero en lugar de dar alimento a una interioridad que se agota,  necesitamos loquear y hacer tonterías durante un mes, porque durante once meses hemos adquirido ese derecho. Cambiamos una actividad idiota por otra desbordada pero idiota también. Queremos ser jóvenes de nuevo y apuntalamos un cuerpo que argalla por todas partes. Ignoramos la muerte cuando miramos a las jovencitas con la misma vanidad con que la zorra miraba las uvas. Acaban las  va­caciones. La felicidad esperada es el sueño que se muere en  algún rincón oscuro de nuestra alma. ¿Sí? Pues pongamos en su  puerta un ángel que le impida resucitar porque nada hay tan engañoso y per­tinaz como ese sueño.

     Septiembre. Estos días en que el verano se debilita, podrían ser el momento de nuestro examen¡ Rendir cuentas a la vida, nosotros, estudiantes siempre rezagados! Pero lo aplazamos indefinidamente. Amparados en la rutina del trabajo, dedicaremos once meses  a no‑pensar. Luego, planearemos las mismas vacaciones. Y es que en el joyero de Pandora de nuestro corazón conservamos el virus  que infecta toda nuestra vida. La esperanza.

No hay comentarios:

Publicar un comentario