sábado, 21 de enero de 2012

El verso de Antonio González-Guerrero.

Allí, donde la vida se detiene y toma carácter definitivo, allí donde el ritmo saca a empellones la relatividad de la vida cotidiana y aparece la forma prevista de la verdad, allí donde cesa la dialéctica vida/Vida, donde la Vida adquiere la perfección soñada y el pensamiento se solidifica en la forma perfecta que tendrá en el mundo platónico de las ideas, allí aparece el poeta.
Ya va para ocho años que falta entre nosotros y, sin embargo, -lo que permanece lo fundan los poetas- la muerte no sólo no ha abolido su figura sino que la ha fijado definitivamente en la perfección de líneas que emanan sus  versos. Así sus libros de poemas dan fe de vida justo cuando las veladuras de la muerte nos impiden verlo y conversar con él. El verso sigue siendo su rodela y la armadura de su existencia. En él, esquiva los golpes, las estocadas, los hachazos de lo cotidiano. En él, encuentra vendajes para las heridas, calmantes para los dolores que brotan de su propia naturaleza o de las agresiones externas. Y cuando la vida logra asestar el golpe mortal, el poeta sangra por la herida pero transforma la hemorragia en una sonrisa mitad triste, mitad heroica. Y la herida mana versos valientes, decididos, con el sello de la transgresión moral en la almendra de la atrevida selección léxica. Sabiendo que perderá la batalla, a ratos disimula la certidumbre de su muerte en el disfraz de la sonrisa hipocondríaca y se aferra al verso como el deber de dejar un trabajo bien hecho, en brega desesperada con la perfección armónica, pues sólo la perfección justifica la vida. No hay entrega sino decisión segura: coge el camino que quieras, oh, Destino, que yo te seguiré.
Cierto que no hay escapatoria, y el poeta lo sabe, pero quizá por eso, el verso como una barco seguro de su rumbo, marca el camino que debe abrir la proa y dejar en la popa una bellísima estela fugaz de esmeraldas y delfines: es la poesía de Antonio.
La forma recibida, la cómoda forma heredada que podría convertirse en elemento momificador de la idea –si se nos permitiera esta vieja dicotomía-, es recibida con júbilo y con veneración absolutos como el sacerdote recibe la ofrenda para el sacrificio, pues el sacrificio da algunas certidumbres que la vida real parece negar. La fórmula endecasilábica garcilasiana perfecta, la preferida, vuelve a ser el camino, el cauce por el que  la  Vida discurre serenamente en su superficie. Pero bajo la precisión rítmica de la superficie el río arrastra los posos turbios que dejan las tormentas vitales y todo lo que de amenazador tienen las tormentas: exultante o depresivo, el brillo externo del verso mantiene en su ritmo acentual y en la cuidadosa selección fonética una cierta impasibilidad tonal muy en contraste con los turbios fondos que la corriente arrastra. El ritmo mantiene distante la mirada del poeta para asegurar la verdad de lo que sus ojos registran.
En ocasiones, el verso limpio, exacto y claro, ata la belleza floral de la ofrenda enamorada o suaviza las esquinas, lima las asperezas y disonancias morales que podrían alterar la calma y el gozo sensual de lectores menos dispuestos a comprender la belleza luzbelmente transgresora.
Nulla stetica sine ética. Puede que lectores menos atrevidos, lectores con una escala de valores menos flexible sientan el calambre moral y rechacen una estética que quiere recolocarlos o que sencillamente propone otros valores. La transgresión ética no es categoría del arte desde luego, pero el arte no puede olvidar ningún sector del alma que quiere expresión. El cuerpo humano es una prodigiosa caja de resonancia y el poeta no quiere olvidar esos registros eróticos que atesoran su música como el arpa del salón oscuro.
También este poeta apareció con la marca romántica de la nostalgia cuando ya la nostalgia no podría ser definida como añoranza de una patria, pues la palabra patria se había vaciado en el cínico griterío político nazi o soviético, en la devastadora propaganda americana y en la ingenua propaganda franquista. Es verdad que quedan destellos románticos en el discurso heideggeriano y su reflexión sobre la tierra y lo abarcador, sobre el individuo solitario y libre, pero la palabra nostalgia tenía que encontrar su sitio en el discurso poético.
La nostalgia aparece en este poeta de forma espasmódica.
 No es infrecuente el poema en que el yo reclama, un poco, un poquito de ternura, un adarme de compasión; y la frustración suele tomar el tono desolado de un pequeño paraíso recién perdido. Se trata de una nostalgia repentina pero consciente de que la pérdida es definitiva y el ángel de la espada ardiente guarda la puerta. Por lo demás, la nostalgia pone de nuevo en evidencia el contraste entre la vida y la Vida. No se trata nunca de un juego sino de subrayar el momento en que la Vida pierde su ingravidez arcangélica para mostrar el rostro embadurnado por el barro del absurdo. Ese momento que parece poner en duda la axiología sobre la que se sustenta la Vida y una voz secreta dice, no olvides que eres hombre y nada humano te es ajeno. Repara cómo a la estancia en que trabajas, llegan los sonidos familiares, domésticos, las voces de los niños, la puerta que se abre y el olor tierno de la comida que tu hermana prepara. Ah, los versos no nacen en el vacío de la paloma kantiana, ni en las alturas abiertas, aéreas, ni en la ingravidez de las nubes. La patria ha dejado de ser aquello por lo que es dulce y honorable morir para ser la habitación desde la que se escucha la voz de los niños, sus sobrinos y el trastear de la hermana en la cocina de la que sale el olor de la comida familiar.  La nostalgia puede ser una queja apenas musitada, una queja suavizada por el pudor ante un impulso primaveral.
y yo vivo al adamo de tu lumbre
y en mi pecho es abril, y tengo frío.
Y la nostalgia toma muchas veces la forma del idilio, una forma delicadísima a la que, la exactitud del verso impide la caída  en el ternurismo o en el mediterráneo de los sentimientos banales de la adolescencia. Todo es enormemente sencillo y sin embargo trabajado por una cuidadosa mano de orfebre. La perfección y la sencillez del verso hacen olvidar el arduo trabajo de selección léxica, acentual y silábica. ¡Es tan claro y tan sencillo el verso! ¡Dice tan fácilmente lo que dice, que parece, como la lluvia, regalo gratuito de las nubes! Por eso sus versos no sufren la envidia de otro poetas, porque cualquier poeta cree que es capaz de hacerlos también y tan bien.

Con frecuencia, la vida impone sus reglas y el poeta revuelve los posos del alma y de su fondo turbio brota una rara música que evoca aquel paraíso. El contraste es mayor y la nostalgia se transforma en herida existencial cuando súbitamente surge la menesterosidad. Entonces el ritmo, la medida, el acento suavizan las aristas, atenúan las luces y apagan dulcemente los colores. No son infrecuentes esos momentos de carencias pero el verso los resuelve donosamente. Necesito unas manos, una piel, el contacto estrecho de la belleza carnal, te necesito amor peligroso, tibieza hermosa de unos senos donde apoyar esta dolorida cabeza de alabastro. Y sin embargo el alma de Quevedo y su agria nostalgia aparecen tiernamente suavizadas

Recíbeme en el polvo y la ceniza
y en la llama candeal de los cerezos,
hazme nido de luz junto a tu ausencia
de desdén y rencor donde enterrarme.

Pero esa misma necesidad habla de la nostalgia de un amor arquetípico, que la Vida reclama y la vida niega con rotundidad. Nuevos significados ha cargado la palabra hombre. Se trata de la nostalgia de un hombre que la realidad niega, de un hombre que había quedado perdido en los gases de las trincheras de la primera guerra y que se perdió definitivamente unos años antes de que el poeta naciera, en los campos de exterminio nazis o en los gulag soviéticos o en las cenizas atómicas de las dos ciudades japonesas. Lo que del Hombre queda después de aquello, no puede ser objeto de poesía sino de la televisión, el consumo y todas las formas de demencia, desde el absurdo que escenifica S. Beckett a la estupidización de las masas y la insania del rap y la publicidad televisiva. Por eso el camino del poeta es salir al encuentro del hombre y devolverle a la heredad del padre.

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