viernes, 20 de enero de 2012

Los Músicos de la Primavera


Hay días en que el invierno, de heladas barbas, se manifiesta con una crueldad especial. La escarcha blanquea los prados y salir a la calle sin un sombrero es recibir en la pobre calva que los años le regalan a uno, la perdigonada de la inmisericordia. Pasado san Valentín hay algunos días primaverales ya, casi como al descuido. Hay un airecillo fresco pero no crudo. La navaja esconde su filo. Pero esta entradilla, querría que fuese homenaje nostálgico a los músicos de la primavera. Antes que apareciera la primera golondrina, antes de que algún viejo distraído dijera aliviado, “ya ha vuelto la golondrina”, aparecían ellos. Eran cuatro gitanos llenos de humor y de fe. Eran cuatro: el de la trompeta de rostro cetrino y mejillas hinchadas,  el del tamboril que lo aporreaba fieramente, la niña que pedía premio dinerario por el espectáculo, y ella: la cabra, una especie de piyayo barbudo girando con la precisión de un reloj suizo, sobre un minúsculo cilindro de madera. Era la melodía entre  inocente y pícara de un pasodoble. Ya algunas comadres sacudían las alfombras por las ventanas y contemplaban divertidas el espectáculo.
La última mañana en que los vi está lejana. Me he ido a vivir al campo y esa preciosa profecía urbana de la primavera me queda lejos. Aquel día, como quien repentinamente encuentra sentido a la vida me asomé a la ventana, y allí estaba el grupito. ¿Los convocaría quizá un destino ineludible? No lo sé pero satisfacían un deseo no consciente. Era ya la primavera y yo no me había percatado. Aquella trompeta y aquel tamboril me dijeron con más certeza que la las flores de los ciruelos japoneses, que la primavera (y estábamos en febrero)  acaba de instalarse en el aire frío de la mañana. ¿Cuántos años tendría la cabra?
El sol caía oblicuo sobre su lomo erizado y sus ojos brillantes estaban concentrados en la infinita seriedad de dar vueltas sobre un fino tronco de madera. Los dos músicos vestían de forma estrafalaria de acuerdo con su profesión de músicos y hombres del espectáculo. El trompetista llevaba una levita negra y una pajarita en el sucio cuello de su camisa. El tamborilero llevaba, debajo de un gran blusón gris de corta manga, un jersey azul roto por el codo. Completaba el grupo una niña despelufada y vestida de colorines, que pedía dinero a los viandantes mostrando el negro fondo de un gran sombrero de copa.
Bajé de mi apartamento para ver el espectáculo más de cerca. Los músicos me hicieron un saludo con la cabeza sin dejar de tocar. Pronto aparecieron unos cuantos niños que se encaminaban al colegio. Luego un cura que se quedó boquiabierto, y por fin, unas chicas de servicio que se quedaron prendidas en la magia de la música y el espectáculo. Los músicos atronaban la plazuela en forma de U del inmueble y eran muchas las comadres que se asomaban a las ventanas para verlo... ¡Ah, el espectáculo gratuito! La niña se acercó a mí con su gran sombrero y lo agitó un instante haciendo sonar la calderilla.
Cuando deposité mis monedas, toda la naturaleza se me reveló santa en los sones estridentes de la trompeta, en el ingenuo aporrear del tamboril, en los labios azulados de la niña, pero sobre todo en la melancolía barbuda de la cabra y en la dulzura de sus ojos pensativos de científico judío concentrado en su trabajo creador. ¡Benditos seáis deseados músicos maravillosos de mi infancia que cada año me traéis el alegre soplo de la primavera! ¡Bendito tú, sabio animal que giras eternamente sobre tu palo con los ojos perdidos en el horizonte infinito de tu soledad! ¡Bendito, dulce rostro semita de estoica mirada, girando eternamente al contemplar el mundo! ¡Bendita sea vuestra puntualidad! Vosotros traéis el tiempo fresco todavía, pero lleno de esperanzas. En los colores chillones de un pasodoble desafinado, me regaláis el secreto del mundo que yo no alcanzo a columbrar. Volved, volved siempre. 

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