domingo, 15 de enero de 2012

Prenatal

…No habla Otto Rank de la mortalidad infantil invisible que hoy, en el Primer Mundo, es más elevada que la visible del Tercer Mundo. P. Sloterdijk
Bum, bum, bum. Hablara de delicia pero allí no había voz ni palabras. Y a cada zumbido, -bum - acompañaba el siseo de un líquido que escapa por una gran tubería y se dispersa y luego le alcanza a él llenándolo de una rara emoción. Flota. Por encima de su cabeza está el misterio de aquel sonido que tiene diversos ritmos pero se mantiene en uno durante largas horas en que la caverna permanece en reposo. Tiene doblados los brazos, tiene encogidas las piernas. Hecho una bolita está más seguro frente a cualquier choque repentino contra las pareces. Pero está encogido en torno a un punto central de la esfera: el corazón. Siente que ese centro es el centro del mundo. De vez e cuando se roza con una soga viscosa y tiene sumo cuidado en que sus giros no enrollen aquella cuerda a su cuello.
A veces choca con una pared blanda y golpea con sus pies en ella para volver al centro. –Ja, ja, será futbolista- dicen, pero él ríe porque aunque no entiende, ha comprendido la alegría que hay fuera, la alegría de un estar-fuera y quizá, que él es la causa de esa alegría.  Escucha voces al otro lado de las paredes de su estrecho recinto y a veces escucha melodías y la caverna entera se mueve rítmicamente y él se coloca en el centro y danza suavemente al compás. Son momentos de indescriptible alegría. Tiene un recuerdo extraño que le emociona. El instante en que empezó a sonar en el centro de su cuerpo el eco minúsculo de aquel latido que se escucha con fuerza por encima de su cabeza. Una cosita en su propio centro, empezó a sonar bum, bum, bum. Sonaba más rápido que el otro formidable, pero igual de compasado. También notó que el  bum, bum se alteraba a veces cuando sonaban fuera ruidos, voces de cólera o palabras de amor. Que nunca olvide el momento en que apareció ese sonido en mí. Lo llamaré “centro del amor”. Fuera de la caverna, ¿sabría alguien cuánto amaba ya sin conocerla a quien lo llevaba suspendido en aquel líquido protector que impedía que se golpeara contra las paredes? Conoció entonces la certeza y la felicidad ingrávidas, que parecían hermanas y las guardó como un tesoro en aquel bum, bum de su centro de amor.  Y luego estaba la presión sosegada que viene de arriba. Es rítmica también: se encoge la caverna, se expande la caverna. Baja el cielo, sube el cielo. Sabe que se prepara su salida del paraíso.
 Sabe que vivir es estar en el centro de aquel río. Sabe que ocurrirá un día el cataclismo, que el agua del río se irá y él quedará en la orilla, que un día se caerá en el “afuera”, donde la luz todo lo confunde, pero jura que se llevará la felicidad primera de la vida ingrávida, la que no pesa y que siempre guardará el amor de aquella cálida caverna. Ahora se está tan bien flotando en el agua original, primera...  
Pero ha escuchado, allá afuera, una palabra que no entiende, porque no entiende las palabras, pero sabe la emoción que traducen. Interrupción. Como si todo se encogiera, como si repentinamente “el afuera” fuera una ilusión vana, ha dado una vuelta sobre sí mismo, sobre su centro y ya tiene miedo de la luz. Sabía que iba a producirse una catástrofe, que caería a lo abierto, a la claridad y desde el comienzo sintió la fascinación de aquél tubo, el agujero por el que, en angustioso estrujón, tenía que pasar para gozar de la luz. ¿Gozar? Ahora comprendía que el amor quería cerrar la salida hacia la luz. Que aquello que sonaba bum, bum, bum por encima de su cabeza era un mecanismo que le había dado toda la felicidad que podía darle: la ingravidez; pero quería evitarle la amarga luz de la mañana. Interrupción llevaba consigo una sensación horrible pero salía de aquel gran "centro de amor" que sonaba por encima de su cabeza y de allí no podía salir nada que le diera miedo. Su latir se hizo más tranquilo, más sereno. Aquella emoción placentera no era del amor a la luz. No. No saldría nunca. Había aprendido repentinamente el dolor del “afuera” y no quería aprender el llanto. Aquel sonido cálido que venía del cielo, había aclarado el gran secreto: lo mejor es no nacer, no ser expulsado del paraíso de sensaciones maravillosas, donde no existía tiempo para el dolor y la angustia de la luz en cualquiera de sus formas. ¿Quién desea la luz? Sólo un poquito de calor, lo que dure. Y entonces, empezó a estar pendiente del momento en que aquel bum, bum que venía del cielo, dejase de sonar y la luz dejara de ser una amenaza. No tenía palabras pero en el centro de su ser, donde sonaba el eco del gran latido, apareció una emoción nueva y triste: agradecimiento. El “centro del amor” en que había aparecido aquella emoción que le llenó de felicidad, se encogió, se hundió en la sombra y ya no importaba lo que sucediera. Todo podía pararse, o continuar. No importaba.  Ahora le llenaba de horror la caída en la luz, el deslumbramiento. Sintió que sus manos se cerraban en unos minúsculos puños durísimos.

4 comentarios:

  1. Anónimo ma non troppo16 de enero de 2012, 22:22

    Visto el intercambio precedente, me dan ganas de decir ¡uy! Sin embargo…
    Entiendo de tu texto, como de Otto Rank, el alumbramiento como interrupción traumática. Pero me despista (creo) la cita de P. Sloterdijk y la palabra interrupción que "se oye allá afuera”.

    Abrazotazos

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  2. A mí también me tiene algo despistado. Entre el poeta y el crítico ¿qué hacer? Si el poeta habla de su obra, probablemente no diga nada acertado. Si lo hace el crítico, supongo que andará a tientas. Sí. Sloterdijk habla de la dificultad de los inicios; de la caída en el mundo, la catástrofe del nacimiento. Yo he añadido la idea de la catástrofe de no nacer. Al inicio y al fin, un agujero percibido como peligro. ¡Qué sé yo! Adivina, carissimo anónimo.

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