Lo que “políticamente conviene o no”, es la formulación enmascarada de “la verdad que en cada momento convenga”. Es decir: la verdad es lo conveniente. ¡Eterno retorno del sofisma!!!
Ante Pilatos, quizá un tanto aburrido de las discusiones y la sofística farisaica, Jesús hubiera debido responder cínicamente: No es momento de discutir acerca de la verdad, ¿verdad amigo? Tú y yo sabemos muy bien que vas a hacer lo que te conviene. Que vas a interpretar un hecho abominable según conveniencia, como corresponde al político que eres.
Todo es interpretación. Todo lo que ocurre es observado y conocido desde atalayas de valores. Uno desearía sin embargo, que esos valores tuvieran una jerarquía fija, para que nunca hubiera confusión al interpretar los acontecimientos por dispares que fueran y siempre pudieran ser reducidos a discursos sencillos y analizables según criterios lógicos de verdad/falsedad. Pero ni el mundo ni su discurso se dejan analizar así y los valores desde los que se comprenden fluctúan a conveniencia del intérprete… como es natural.
Todo es opinable. Desde luego. Todo es opinión. El hombre se mueve en una especie de nebulosa de opiniones que no se dejan atrapar en una lógica mínima siquiera para poder alcanzar alguna certeza. Y los discurseros parlamentarios y los llamados creadores de opinión, usan la palabra de forma tan irresponsable cuanto indecente, precisamente para que, en la comprensión, haya siempre zonas de sombra y la opinión, por necia, banal, sectaria o mentirosa que sea, sea aceptada sin posibilidad de contraste.
Que el mundo es opinión es verdad. Pero que todas las opiniones sean iguales es una tontería muy extendida y una sencilla mirada sobre el mundo de la opinión certificaría inmeditamente lo contrario. Más aún, certificaría que la mayor parte de las opiniones son infundadas y alocadas y su no-verdad o su positiva tontería no dependen de la relevancia del cargo de aquel que las profiere sino que adquieren gravedad cuando proceden de quien ocupa un puesto de relevancia. Aquella Ministra de Cultura que constataba que en el español había muchos “anglicanismos” es una muestra de lo que quiero decir. Pertenecemos (porque ese es el modelo) a la época del tontaina que al pasear le ponen un micrófono y una cámara delante.
¡OPINIÓN! El mundo es opinión, sí pero no todas pesan lo mismo desde el punto de vista informativo o emocional.
Hubo un momento hace unos años, cuando se buscó casus belli contra Irak, que la gente se echó a la calle bajo el eslogan “no a la guerra”… un eslogan de tipo político que se apoyaba en la idea de la legalidad/ilegalidad de la guerra. La guerra es siempre una salvajada. Curiosamente la legalidad puede serlo también por muy paradójico que pueda parecer, como testifican los asesinados “legales”.
El eslogan quería ser más de lo que era. Quería ser una especie de axioma, una verdad intuitivamente clara y distinta para que, si alguien hacía crítica de ella, se le pudiera arrojar de la tribu cargado con las tablillas de san Lázaro, aquellas que el leproso tenía obligación de llevar para avisar, con el tableteo, de su presencia. De entre las voces independientes que hicieron crítica es de destacar -¿cómo no?- la del filósofo Gustavo Bueno. Algo de lo que sabiamente decía va a continuación.
El eslogan decía sin más: ¡no a la guerra!
El eslogan decía sin más: ¡no a la guerra!
La pose de pacifismo, aparentemente cándido de los políticos, levantó el eslogan como bandera contra el apoyo español a la guerra de Irak. El eslogan no se apoyaba en reflexiones lógicas o filosóficas previas, en una teoría verificable del mundo. Era expresión de un sentimiento ni verdadero ni falso, sino conveniente a intereses políticos. Era una expresión poética si se quiere, pero vacía de contenido, de significado. Una exclamación, que naturalmente movía más que cien sesudas reflexiones.
Su carácter absoluto y lo inapelable de su formulación negaba la posibilidad de un sí a la guerra, que sólo un loco podría enarbolar y sería corrido a pancartazos por los gritadores del eslogan. Toda aquella burla pseudomoral se oye en discursos actuales comparando guerras y muertes de soldados en unas u otras.
Junto a la palabra guerra colocan algunos el adjetivo “legal” que parece un talismán y no es más que otra palabra que pretende suplantar a lo que antiguamente se entendía en el término "justa". Pero entre los dos adjetivos, legal y justa, hay una enorme distancia. La legalidad brota de un convenio que, aparentemente, pone orden y racionalidad en ese acto de fuerza bruta que es toda guerra. Es idiota pretender que la legalidad mana de otra fuente que la de la fuerza de un Estado capaz de imponerla con la no-razón del ejército, la violencia o la guerra. ¿Qué legalidad puede imponer la ONU cuya fuerza reside en los ejércitos de los países que la componen? No es la ONU una nación de naciones (interesante que “nación de naciones” sea superlativo judío). Sólo una entidad ficticia creada ad hoc, por las naciones que la componen, sin otra fuerza que la que le den esas naciones de las cuales, unas cuantas tienen derecho de veto. No es la ONU un “Estado de Estados” con autonomía suficiente y con poder (militar) suficiente para imponer la “legalidad de legalidades”. La ONU es una coartada para que los estados más poderosos con derecho a veto, puedan imponer su voluntad a los demás aprovechando, encima, el poder militar y la colaboración de estados menos poderosos.
La legalidad es la violencia ejercida tras un largo adoctrinamiento cultural que la hace aceptable: razonablemente aceptable. La legalidad no es otra cosa que –como la escuela o lo que se llama cultura– un mecanismo de amansamiento de la natural fiereza humana. De modo que va mal encauzado lo de “esa guerra no es legal”. Por eso, porque la legalidad brota de la fuerza y la capacidad para imponerla al otro. Cualquier justificación de esos términos es cinismo y del más bruto. Lo digo por Afganistán y la previsible de Irán.
Yo no me enfadaría pues, con el hecho de que los gobiernos no busquen legalidad supuestamente más alta (la de la ONU, por ejemplo) para justificar una incursión bélica en otro país, ni andaría cambiando el lenguaje para justificarla. Legalizarla es fácil, justificarla, imposible. ¿Y lo del ejército ONG? ¿A qué viene lo de que “nuestros soldados están en misión de paz”? El ejército está para imponer por la fuerza una legalidad. Y hay algo más. Se olvida que el ejército es un conjunto de profesionales de la guerra y no una ONG que es siempre no gubernamental. El ejército no es un grupo formado por muchachos arrancados de su hogar por levas “violentamente legales”. Son voluntarios, profesionales adiestrados para matar y si llega el caso para morir. El lema “es dulce y honorable morir por la patria” ha perdido su vigencia. Morir es el último acto obsceno de una vida obscena que es toda vida. El morir de un soldado en acto de guerra no es ni dulce ni honroso, sino el resultado de un fracaso personal en la misión encomendada por causa de la fuerza de un enemigo al que se puede llamar de todo: terrorista, asesino, violento o patriota, pero que en realidad ha aplicado su fuerza contra el que considera su enemigo. La elección profesional del soldado le ha colocado en una situación en que la muerte tiene muchas posibilidades de ocurrirle. El distintivo rojo o amarillo son mandangas de “reconocimiento de servicios prestados” que en definitiva eran obligaciones libremente aceptadas. Pretender tener un ejército en misión de guerra o de pacificación, que es lo mismo, sin bajas es un buen desideratum para los mandos y los estrategas. Pero por parte del soldado, está aceptada la posibilidad de la muerte cuando se entrena, recibe la soldada y jura bandera. Son los políticos los que remueven los fondos de inhumanidad que todo ejercicio bélico implica, para convencer cínicamente a los que están fuera de esa tángana, de que hay formas más seguras y “legales” en el matar y más nobles en el morir. No se le da premio al albañil que se mata al caer de un andamio, ni al torero –estúpido- que se pone ante un toro y fracasa, ni al camionero que se mata cuando lleva subsistencias a un mercado. Y es admirable la modestia de los soldados, pues son los primeros en reconocer que no hay mayor mérito en sus acciones que en las de cualquier otro profesional. Y si al azar encuentran la muerte, (pues la vida es un azar, como dice el himno de la Legión) la muerte, su muerte, es un acontecimiento más en la concatenación de hechos ciegos y estúpidos que allí lo han llevado a morir. Pero así tiene que ser, porque el mundo no es ni más ni menos estúpido que siempre. Y la comprensión idiota de un mundo idiota y su formulación cínica, pueden recibir sin sonrojo la calificación de “políticamente correctas” porque el que usa ese sintagma estúpidamente cínico, suele tener cara de cemento armado (valga el adjetivo bélico).