Tanto se habla de la escuela,
que parece que todo debe de estar dicho. Pero como todo maestro sabe, repetir
es uno de los secretos seguros de la enseñanza. Por eso, lo que digo tiene que
sonar a escuchado… o no, como dicen algunos políticos, (¡perdonen que los
nombre, que ya harta y huele mal el propio nombre), pero no está mal decir las
cosas que deben volver a sonar… o soñar.
La casa se ha vuelto lugar de
impiedad y la escuela también. ¡No se molesten en discutirlo! ¡Las cosas son
así! Y no es menester demostrar sino sólo mostrar con el dedo. La piedad es la
virtud que inspira actos de amor y compasión entrañable a los padres y al
prójimo. Díganme si la misma definición no suena ridícula o por lo menos
anticuada…
Desde que se anunció la muerte
de Dios, todas los antiguos valores que en él descansaban como el agua en el
manantial, desaparecieron. Desapareció pues, la piedad y, como aseguraba la
fina intuición nietzscheana, se avecinaban guerras de proporciones desconocidas.
El siglo XX echa todavía el humo acre de las antiguas hecatombes; ya saben,
sacrificio de cien bueyes quemados
en el altar de los dioses. Pero es humo laico, porque el olimpo o el cielo se
ha quedado vacío. ¿Llenar ese vacío? ¡Constitución, ley, democracia…
¡solidaridad!!!!
La salida de una dictadura en
que no se mató al dictador (recordemos las veces que se alude a “padre Stalin”
quizá el asesino más grande de la historia y al paternalismo de Franco) ha
hecho que esas palabras llenen la boca hipócrita de la política y provoquen el
desvergonzado, el cínico discurso que aturde, incluso a aquellos que viven
cómodos en una sociedad también impía. Nadie como los dedicados a la política
asegura con tanta vehemencia y repite hasta la náusea, palabras como “libertad
o democracia” que sólo son mugidos que defienden el pesebre y alejan al que se
lo disputa.
Y la libertad y la democracia
entraron en la escuela. Algún lector empezará a mirarme de reojo. ¡Ya, claro,
se me ve el plumero y tendré que resignarme a la fácil acusación de fascista
porque, para el tonto de la democracia, sólo existen él y la dictadura! ¿Pero
qué libertad entró en la escuela? Entró la palabra vacía de contenido y expulsó
a patadas a la piedad. El maestro dejó de lado el amor al chiquillo, la piedad
que cuida con energía y ternura de enderezar sus instintos desordenados con el
fin de que conquistara la libertad y tuvo que aceptar que aquel chiquillo
esclavo del gusto personal era libre ya. Así se dio como conseguido desde el
principio lo que era el objetivo final de la educación. Padres y niños miraron
al maestro como alguien “discutible y
discutido” que podía obstaculizar la “carrera” del chiquillo. Y así también se
olvidó el principio de aptitud y selección cuidadosa que había de hacerse de
los maestros, dando ese precioso título a tanto ganapán, a tanto perillán como
anda por la escuela. El que todavía queden tantas excepciones es una suerte.
Que aún haya maestros que guardan la piedad como un tesoro y que entiendan que
la libertad es el objetivo último del proceso educativo hecho de esfuerzo y
disciplina, de ternura y exigencia, es una suerte. Pero un estado impío por
naturaleza ha entrado a organizar la escuela imponiendo la ideología del poder
que gobierne y el partido que lo sostenga. ¿Que no? ¿Que esto hay que
matizarlo? ¡Claro!
Pero hay algo más grave. El
poder ha entrado en la familia, el otro ámbito de la educación. Y ahí están los
jueces para garantizar la libertad de los niños en el espacio en que la piedad
tenía su sede por definición, aunque hubiera excepciones. Primero se atacan los
pactos de fidelidad del matrimonio y se disuelve este a la menor contrariedad.
Después se protege a la sacrosanta infancia… Y los niños protegidos por un
conjunto de sandeces legales se han vuelto, con frecuencia, gatos asilvestrados
contra los que no es infrecuente, que muchos padres tengan que pedir auxilio a
los jueces preguntándose con perplejidad: ¿quién le pone el cascabel al gato,
al botellón andante que es mi niño? Y muchos niños, si tuvieran conciencia,
preguntarían como el Segismundo de Calderón: ¿Qué pecado cometí, contra
vosotros naciendo?
-¡Será carca el tío!
Sí. Esa es la objeción que veo
en tu cara, lector, pero ya contaba con ello. Yo sigo en la creencia de que la
educación es un arte (que contiene la palabra “sensibilidad” para la belleza,
el amor y la inteligencia) y tú piensas que es el taller… (¡vaya palabra!) de
la libertad donde hay que ser libre desde que se entra en la escuela. Tú estás
convencido de que la escuela es fábrica de ciudadanos para la democracia (también,
rediós, hay jueces para la democracia antes que para la justicia) y yo creo que
es el lugar de la piedad, donde se debe conseguir que los niños lleguen a ser
niños plenamente y plenamente individuos: hombres para sí mismos o para la
muerte, vaya.
Por suerte todavía hay padres
que miran con piedad a sus hijos y tratan de poner corsé a la manifestación
libre del instinto, y hay hijos que, cada vez que se les pregunta por la madre
o el padre aquejados de Altzeimer, responden con alegría:
-¡Bien, están felices en casa!
Dan un poco de trabajo e imponen sacrificios… pero están tan felices.
-¿Y no estarían mejor en una
residencia? Total, no os conocen, ya.
-¡No! Están mejor en casa,
porque nosotros los conocemos muy bien.
En cuanto al poder, padres y
maestros les propongo un eslogan para cada vez que se manifiesten: -Tachín,
tachín, tachán, ¡mucho cuidado con lo que hacéis! Tachín, tachín, tachán. ¡A
Garbancito no piséis!